
El caso es que al pobre burgomaestre, o alcalde que diríamos aquí, le cogieron manía los brujos de supueblo y le echaron una maldición por la que cada vez que decía algo le salía por la boca sapos, culebras y escorpiones. Y por cada palabra que pronunciaba salía un sapo de su boca, y ´por cada promesa una serpiente y por cada maldición una araña.
Desesperado por semejante situación, el burgomaestre lo intentó todo para librarse de ella. Visitó a los sabio de Oriente arriesgándose a un peligroso viaje, ascendió a las montañas en busca de los santuarios dond epodrían curarlo, descendió a los valles más profundos y se gastó su fortuna en toda clase de conjuros y brebajes que eliminasen la maldición.
Lo intentó todo, menos callarse.
Lástima.
A ver si nuestro presidente se da cuenta y espabila un poco.